viernes, 19 de marzo de 2010

Adios al drama


Una amiga me pidió que escribiera un post sobre el desapego en las relaciones interpersonales. Creo que la mejor forma de entender y llevar a cabo dicho proceso es por medio del análisis del drama.

Desapegarse sólo de un elemento es un error. El chiste es desapegarse de todo el paquete:
- De la trama
- De los personajes
- Del espectador

Primero debemos identificar a los personajes: el agresor y la víctima, el mesías y el salvado, el justiciero y el criminal o el indefenso y el héroe.

¿Cómo identificamos a los personajes? Tenemos que observar y llenar los huecos del rompecabezas.

Si me duele que mi pareja me grite entonces ella es el agresor y yo soy la...
Si quiero que mi mamá me salve del dolor entonces ella es el mesías y yo...
Si quiero darle una lección a mi hijo entonces él es el criminal y yo...
Si mi hermano necesita que lo salven entonces él es el indefenso y yo...

En una crisis, el espacio en blanco es difícil de reconocer ya que es nuestro inconsciente.

Por otra parte, es posible que cambiemos de papel de un momento otro, en una milésima de segundo. Si me insultaron, en ese momento me volveré la víctima. Inmediatamente me transformaré en el agresor o justiciero. En una discusión puede ocurrir este intercambio de papeles infinidad de veces. Es un juego sucio, desgastante, hiriente e innecesario.

Cuando descubrimos a los personajes, la trama se revela por sí sola. Esta se puede mostrar como una secuencia o como una fotografía en donde observamos las expresiones faciales de cada personaje, sus tonos de voz o sus ademanes. El punto aquí es que percibamos la esencia de lo que ocurre entre los personajes.

Por último está el espectador, el cual sólo quiere entretenerse. Este elemento es el más difícil de percibir ya que se encuentra en la parte oscura del teatro. Los personajes no pueden verlo por que la luz no se ha extendido hacia las butacas. El espectador busca placer y lo encuentra en las emociones positivas y negativas que experimenta al observar la obra de teatro. Contrario a lo que uno podría pensar, la búsqueda de placer en las emociones negativas es constante. Cuando encarnamos al justiciero o agresor, las sensaciones pertenecientes a la "fortaleza" de dicho personaje pueden ser deliciosas. Cuando comenzamos a alimentar alguna tristeza o depresión, la penumbra que envuelve a ese personaje también la consumimos como una droga placentera.

El problema ocurre cuando perdemos el control de ese consumo, nos volvemos adictos y comenzamos a lastimar a los demás y a nosotros mismos.

En una pelea, la solución típica es incrementar nuestra agresividad hasta que el otro ceda. Esta solución está destinada al fracaso ya que las heridas resultantes sólo incrementarán el resentimiento. Esta vía no tiene fin.

La mejor solución es la desidentificación con el personaje, la trama y con el espectador. La solución es encender la luz de todo el teatro y anunciar que la obra ha terminado.

Primero lo primero
La desidentificación con el personaje debe ocurrir en dos dimensiones: en la mental y la emocional. Si es posible de forma simultánea. Debemos "soltar" tanto a los pensamientos, como a las emociones al mismo tiempo. Si sólo soltamos el diálogo interno, la emoción hará que broten los pensamientos de nuevo. Si hacemos lo inverso, la actividad mental provocará el surgimiento del fuego emocional una vez más.

Karma
Es difícil desapegarnos por que nuestro espectador es adicto al entretenimiento que proporciona el drama. El hábito o condicionamiento nos obligará a comportarnos según las instrucciones del papel en cuestión. Por ello, el desapego debe practicarse una y otra vez. Un hábito sólo se cambia con disciplina.

Guerra contra uno mismo
En otras ocasiones, tratamos de forzar el desapego a como dé lugar y lo único que obtenemos es una represión de la energía del personaje. Ello sólo posterga el episodio.

Además, la represión constante sin duda tiene repercusiones negativas en nuestro cuerpo y mente (úlceras, dolores de cabeza, tensión muscular, adicciones a sustancias, etc.).

El desapego debe ocurrir de forma natural y esto sólo es posible con el cultivo de la meditación, la cual se debe practicar en dos modalidades:
- Meditación contemplativa (o sentada)
- Meditación verbal

La contemplativa consiste en observarnos tal y como somos. Ahí es donde los personajes pueden surgir y cesar de forma natural. No los reprimimos ni los alimentamos. Si contemplamos una emoción nociva, no luchamos con ella ni la encarnamos hasta sus últimas consecuencias. Sólo la sentimos sin resistencia. Si observamos los pensamientos nocivos, no los reprimimos ni los alimentamos. Sólo dejamos de identificarnos con ellos y los tratamos como insectos voladores que poco a poco morirán.

La meditación verbal se refiere al acto de confesar todo lo que ocurre en nuestro interior. Esto podemos hacerlo en presencia de otra persona o de nuestra consciencia superior o divina. Es recomendable hacerlo frente a otra persona ya que de esta forma podemos recibir retroalimentación. El único requisito es que ésta sea objetiva, consciente y ecuánime. Un buen amigo, un sacerdote, un psicoanalista, un lama, un consejero o hasta nuestro vecino puede realizar el trabajo. El punto es que posean la sabiduría necesaria para escucharnos sin "engancharse" con nuestra aflicción. La confesión debe realizarse con honestidad y sin piedad. Esconder detalles sólo perpetúa nuestra angustia y posterga la sanación.

Si la otra persona alimenta nuestra neurosis o la descalifica de forma muy negativa, lo único que hará será lastimarnos. Por ello debemos escoger bien.

Si confesamos ante la Consciencia Universal, su retroalimentación ocurre en dimensiones infinitas.

Vaciemos el teatro entonces.

domingo, 7 de marzo de 2010

Lecciones de cocina


Los días malos sucederán y los días buenos se acabarán a pesar de lo que "yo" quiera.
Las emociones negativas sucederán y las alegrías se acabarán a pesar de lo que "yo" quiera.
El alivio no ocurrirá si "yo" renuncia a todo lo que quiere.
La angustia de "yo" cesará sólo cuando "yo" renuncie a esos deseos contrarios al movimiento universal, movimiento evidentemente más fuerte que la voluntad de "yo".
Por otra parte, el alivio de "yo" se incrementará cuando "yo" sincronice su voluntad con el movimiento universal.
El descanso anímico sólo ocurrirá después de que "yo" se regale y permita que su voluntad siempre-contraria se disuelva en el movimiento universal.
"Yo" se volverá dicha sólo cuando se deje cocinar y evaporar en la caldera omnipresente que todo lo cocina y evapora.
Mientras "yo" quiera presenciar su propia evaporación, "yo" nunca podrá entregarse por completo a dicha evaporación.
Cuando los deseos contrarios al movimiento universal se evaporen y sólo quede la voluntad de "yo" sincronizada con el movimiento universal, "yo" se habrá evaporado.

Después de la evaporación ya no hay nadie que sufra, que tema, que se angustie o que desee impacientemente. Sólo hay todo lo demás y "todo lo demás" no tiene principio ni fin, no tiene nacimiento ni muerte. "Todo lo demás" es libertad total, Yoga universal y trascendencia total.

lunes, 1 de marzo de 2010

Sobre el perdón y la comprensión


Tanto en las clases grupales como en las sesiones individuales he insistido una y otra vez sobre la importancia de la honestidad. Aquí también lo he hecho. Sin la honestidad, no hay claridad, no hay visión, no hay realidad, no hay verdad, no hay Dharma, no hay aire, no hay respiro, no hay descanso, no hay avance y no hay movimiento. No hay libertad, no hay salud, no hay serenidad, no hay cese de dolor, no hay paz, no hay yoga, no hay fin de violencia, no hay espacio, no hay naturalidad y no hay amor propio.

Sobre todo eso, no hay amor propio.

Pero el ejercicio de ser honesto no es sencillo. Duele escuchar que somos agresivos o que somos codependientes. Lastima saber que somos controladores, miedosos y que tenemos complejos de inferioridad o de superioridad. Detestamos saber que detestamos sin razón, que no poseemos tolerancia, que somos inmaduros, infantiles, soberbios, apretados, obsesivos, compulsivos, adictos, necios o arrogantes. Duele aunque la honestidad venga de nosotros mismos y no de otros.

Aun si nuestra actitud ante la verdad fuese la más abierta y valiente de todas, aun así sentiríamos esa punzada honesta en el pecho y en la garganta.

La razón es que no sabemos perdonar. Sabemos resentir y sabemos herir. Sabemos descalificar todo lo que se pueda descalificar y señalar todo lo que se pueda señalar. No sabemos permitir, ni comprender, ni tampoco escuchar.

Pero sobre todo, no sabemos amar cuando más se necesita amar. Si supiéramos, ser honestos no dolería en lo más mínimo. Si supiéramos, la gente sería honesta con nosotros.

O tal vez sí sabemos, pero nuestra bondad amorosa y comprensiva vive enterrada bajo toneladas de incertidumbre o sumergida en el fondo de un mar de apatía. Por fortuna, nuestra bondad nunca perece, aun cuando optamos por comernos vivas a las personas con nuestra ira verbal o silenciosa. Aun en esos momentos de sadismo nuestra bondad no desaparece. El problema es que no la reconocemos.

Si estuviésemos convencidos de que no poseemos dicha virtud (debido a que la vida nos golpeó desde que nacimos hasta el día de hoy) no importa, de todas formas estamos repletos y rodeados de cariño desinteresado. Es imposible que se acabe y, por lo mismo, podemos hacer contacto con éste en cualquier momento. Sólo tenemos que prestar atención.

La fuente
Ahí en donde el aburrimiento es más desesperante que nunca, ahí en donde la paz es más vacía que cualquier espacio, ahí está intacta esa bondad innata. Ahí está siempre refrescante, siempre juvenil. Brotando como una fuente incesante de agua luminosa.

Bondad trascendente
Debido a nuestros hábitos, creemos que la bondad infinita sólo podemos sentirla cuando estamos en nuestra habitación. Presentimos que sólo debajo de las sábanas de nuestra cama encontramos esa calma amorosa. Hay ocasiones en las que la encontramos en los brazos de nuestra pareja, o en compañía de nuestros padres o de nuestros hijos. Nos convencemos de que sólo con ciertas personas podemos ser así, abiertos y comprensivos. "Son niños", pensamos, "podemos perdonarlos siempre". Y sí, bajo esas condiciones surge nuestra bondad fundamental. "Ella es maravillosa", "él es el indicado", "sólo mis mascotas son seres bondadosos", "sólo mi madre me entiende", "sólo yo me quiero en verdad".

Nuestro amor es selectivo y dependiente de una serie de personas, lugares y circunstancias.

Pero eso es un error. Es una equivocación asumir que sólo en la calidez de nuestro refugio favorito encontraremos ese amor sanador. Dicha virtud no tiene tiempo ni espacio y, por ello, nunca se acaba, nunca comienza y siempre es omnipresente.

Cualquier cosa nos sirve para ponernos en contacto con ese amor que nos permite ser honestos sin dolor alguno. Por supuesto hacer yoga, ponerle atención a la respiración, disfrutar un día soleado de primavera o escuchar música meditacional nos lleva a esa bondad.

He aquí otros vehículos:
- El sonido de las teclas de nuestra computadora
- Lo ordinario del color de nuestra vestimenta del día de hoy.
- El trabajo tranquilo y constante.
- La rutina que arruya.
- La presencia de los padres
- La ausencia de los padres.
- La soledad.
- El sonido del tráfico automovilístico.
- El sonido de los trastes y tenedores que lavamos.

En fin.

En esa naturalidad yace esa calidez que comprende incondicionalmente a cualquier "defecto", "falla", "idiotez", "fail", "pendejada" o "estupidez".

En la clase de hoy cultivaremos esa naturalidad comprensiva que tanta falta nos hace. Sin ella, muchas cosas molestan, muchas personas nos resultan desagradables, pero sobre todo, sin ella uno mismo es detestable.