lunes, 1 de marzo de 2010

Sobre el perdón y la comprensión


Tanto en las clases grupales como en las sesiones individuales he insistido una y otra vez sobre la importancia de la honestidad. Aquí también lo he hecho. Sin la honestidad, no hay claridad, no hay visión, no hay realidad, no hay verdad, no hay Dharma, no hay aire, no hay respiro, no hay descanso, no hay avance y no hay movimiento. No hay libertad, no hay salud, no hay serenidad, no hay cese de dolor, no hay paz, no hay yoga, no hay fin de violencia, no hay espacio, no hay naturalidad y no hay amor propio.

Sobre todo eso, no hay amor propio.

Pero el ejercicio de ser honesto no es sencillo. Duele escuchar que somos agresivos o que somos codependientes. Lastima saber que somos controladores, miedosos y que tenemos complejos de inferioridad o de superioridad. Detestamos saber que detestamos sin razón, que no poseemos tolerancia, que somos inmaduros, infantiles, soberbios, apretados, obsesivos, compulsivos, adictos, necios o arrogantes. Duele aunque la honestidad venga de nosotros mismos y no de otros.

Aun si nuestra actitud ante la verdad fuese la más abierta y valiente de todas, aun así sentiríamos esa punzada honesta en el pecho y en la garganta.

La razón es que no sabemos perdonar. Sabemos resentir y sabemos herir. Sabemos descalificar todo lo que se pueda descalificar y señalar todo lo que se pueda señalar. No sabemos permitir, ni comprender, ni tampoco escuchar.

Pero sobre todo, no sabemos amar cuando más se necesita amar. Si supiéramos, ser honestos no dolería en lo más mínimo. Si supiéramos, la gente sería honesta con nosotros.

O tal vez sí sabemos, pero nuestra bondad amorosa y comprensiva vive enterrada bajo toneladas de incertidumbre o sumergida en el fondo de un mar de apatía. Por fortuna, nuestra bondad nunca perece, aun cuando optamos por comernos vivas a las personas con nuestra ira verbal o silenciosa. Aun en esos momentos de sadismo nuestra bondad no desaparece. El problema es que no la reconocemos.

Si estuviésemos convencidos de que no poseemos dicha virtud (debido a que la vida nos golpeó desde que nacimos hasta el día de hoy) no importa, de todas formas estamos repletos y rodeados de cariño desinteresado. Es imposible que se acabe y, por lo mismo, podemos hacer contacto con éste en cualquier momento. Sólo tenemos que prestar atención.

La fuente
Ahí en donde el aburrimiento es más desesperante que nunca, ahí en donde la paz es más vacía que cualquier espacio, ahí está intacta esa bondad innata. Ahí está siempre refrescante, siempre juvenil. Brotando como una fuente incesante de agua luminosa.

Bondad trascendente
Debido a nuestros hábitos, creemos que la bondad infinita sólo podemos sentirla cuando estamos en nuestra habitación. Presentimos que sólo debajo de las sábanas de nuestra cama encontramos esa calma amorosa. Hay ocasiones en las que la encontramos en los brazos de nuestra pareja, o en compañía de nuestros padres o de nuestros hijos. Nos convencemos de que sólo con ciertas personas podemos ser así, abiertos y comprensivos. "Son niños", pensamos, "podemos perdonarlos siempre". Y sí, bajo esas condiciones surge nuestra bondad fundamental. "Ella es maravillosa", "él es el indicado", "sólo mis mascotas son seres bondadosos", "sólo mi madre me entiende", "sólo yo me quiero en verdad".

Nuestro amor es selectivo y dependiente de una serie de personas, lugares y circunstancias.

Pero eso es un error. Es una equivocación asumir que sólo en la calidez de nuestro refugio favorito encontraremos ese amor sanador. Dicha virtud no tiene tiempo ni espacio y, por ello, nunca se acaba, nunca comienza y siempre es omnipresente.

Cualquier cosa nos sirve para ponernos en contacto con ese amor que nos permite ser honestos sin dolor alguno. Por supuesto hacer yoga, ponerle atención a la respiración, disfrutar un día soleado de primavera o escuchar música meditacional nos lleva a esa bondad.

He aquí otros vehículos:
- El sonido de las teclas de nuestra computadora
- Lo ordinario del color de nuestra vestimenta del día de hoy.
- El trabajo tranquilo y constante.
- La rutina que arruya.
- La presencia de los padres
- La ausencia de los padres.
- La soledad.
- El sonido del tráfico automovilístico.
- El sonido de los trastes y tenedores que lavamos.

En fin.

En esa naturalidad yace esa calidez que comprende incondicionalmente a cualquier "defecto", "falla", "idiotez", "fail", "pendejada" o "estupidez".

En la clase de hoy cultivaremos esa naturalidad comprensiva que tanta falta nos hace. Sin ella, muchas cosas molestan, muchas personas nos resultan desagradables, pero sobre todo, sin ella uno mismo es detestable.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Bravo, alex, tu voz es la expresion de mi silencio. Y tu claridad el reverso de mi confusión, pero en la honestidad, y en l valentia de vivir la espiritualidad ENCARNADA, nos encontraremos siempre.
Me alegro de que la criba se siga haciendo y de una manera tan sincera, tan compasiva y tan fresca.
yo de momento en una criba cada vez mas y mas fina, tanto que no da para decir nada a nadie, por ahora.
Gracias por este maravolloso darshan urbano.
La espiritualidad a las calles, y el amor desde lo mas básico e insignificante!!
Un abrazo.

Alex Serrano dijo...

Gracias por el comment hermano. Sí, hay veces que el silencio es lo único que puede suceder. Por eso a veces no escribo. Pero de repente hay palabras. Nos seguimos leyendo César!

Un gran abrazo

Anónimo dijo...

always brother....pero a mi, por ahora, no me leeras mucho, mejor me encuentras en el dharma cotidiano, alli estamos siempre...un gran abrazo, mi hermano.