
El escepticismo ha evitado que caigamos en miles de trampas y manipulaciones espirituales. Los promotores de ese tipo de estructuras ideológicas-fanáticas por lo general no saben lo que hacen y cuando lo saben, no les es fácil admitirlo o cambiarlo. Nuestro escepticismo nos salva de su inconsciencia y creencias falsas.
Personalmente, a mí me salva de ser inflexible. Sin el escepticismo sería 100% católico. Sería 100% budista vajrayana. Pero no lo soy, sólo tomo lo que me sirve de cada tradición. Gracias a nuestra capacidad de poner en duda lo que no nos cuadra o sirve, nos libramos de ser ciegos y de actuar sin razón alguna.
Pero por otra parte, este cuestionamiento también se puede volver un obstáculo. La función del escéptico dentro de nosotros es poner en duda todo y, como sucede con otros actos, esta función también se puede volver un hábito.
De repente cuestionamos cuando no hay razón para cuestionar y cuando estamos repletos de evidencia que refuta cualquier escepticismo. En ocasiones dudamos tanto de nosotros que hasta nuestra capacidad de ser visionarios se muere por completo.
Nuestra incredulidad nos deja sin latidos, sin sangre y sin pasiones. Nos aisla en una cámara de cristal con paredes transparentes impenetrables. El mundo se manifiesta en todo su esplendor pero no podemos saborearlo. Aun cuando queremos "vivir la vida", nuestro supuesto juicio, madurez o prudencia intelectual termina por marchitar cualquier disfrute. Por eso algunos necesitamos sustancias para sentir algo. Nuestra euforia natural está atrofiada. Sí, en ocasiones sabemos saborear la vida de forma espontánea, pero sólo en ámbitos conocidos y "seguros" como por ejemplo la casa de algún familiar o amigo cercano.
Más allá de esas circunstancias especiales, prescindimos del resto del mundo y de sus sabores. Nuestra alma nunca está en contacto con las demás fragancias, miradas, melodías, calles o edificios. No hay conexión debido a esa duda que permea cada célula de nuestro ser. Realmente no sabemos por qué dudamos de lo ajeno a nosotros pero lo hacemos "por si acaso".
El resultado de tanto escepticismo es una frialdad que ignora por completo los placeres latentes en el aire. Hay tanta magia en el ambiente pero nuestra indiferencia no titubea: el trabajo es trabajo, la música es música, el tiempo es tiempo. Y así se queda. Ok, no todos recurren a los estimulantes, pero aun los placeres culinarios, sexuales o recreativos que nos hacen sonreir una y otra vez se terminan. Y luego la depresión intelectual sin lágrimas y sin emociones se asienta de nuevo.
Nos dicen: "vive en el ahora" y lo hacemos. Nos convencemos de que en el Ahora no hay nada. Sólo hay esto y "esto" es sólo "esto". Ignoramos lo extraordinario de la sencillez de este segundo y por consiguiente nos sumergimos más en ese pesimismo escéptico y, cuando le damos rienda suelta a dicho pesimismo, caemos en uno de esos infiernos de ira sin razón.
Es cansado ser así. Es cansado ser escéptico de esa forma.
No le declaro la guerra al escepticismo pero sí a su mal uso. Sí le declaro la guerra al exceso de dudas sagaces y a la incredulidad astuta que me impide deleitarme.
¿Deleitarme de qué? De lo que sea.
Tampoco promuevo el libertinaje o un hedonismo selectivo. Creo que la receta perfecta es explorar y explorar con ese escepticismo alerta, maduro y despierto. Cuando ingreso a la vida cotidiana sin tanta armadura, ésta se revela mágica. Así ha sido siempre. Ya no hay necesidad de exprimir vida de la vida. Ésta se da y se da. Nunca ha dejado de darse. Qué sedados hemos estado.
La dicha surge cuando el enfermo de escepticismo se entrega sin miedo al universo, sin asesinarse, para resurgir como un lunático infinitamente sabio y despierto.
Eso es equilibrio.